“Comunicar” la alteridad: para una semiótica de las figuras del “otro” en las producciones textuales de los viajeros europeos en la Argentina del siglo XIX.
Por Mario Sebastián Román
En: Sobre navegaciones y territorios. Investigación, intervención y contextos dela Comunicación. Libro de Memorias del VIII ENACOM (Encuentro Nacional de Carrera de Comunicación Social). Organizado por la Federación Argentina de Carreras de Comunicación Social (FADECCOS) - Carrera de Comunicación Social UCSE-DASS - Gabinete de Comunicación UCSE-DASS (G-Com). Sede: UCSE, Departamento Académico San Salvador, San Salvador de Jujuy, 2010. ISBN 978-987-24489-8-1.
En: Sobre navegaciones y territorios. Investigación, intervención y contextos dela Comunicación. Libro de Memorias del VIII ENACOM (Encuentro Nacional de Carrera de Comunicación Social). Organizado por la Federación Argentina de Carreras de Comunicación Social (FADECCOS) - Carrera de Comunicación Social UCSE-DASS - Gabinete de Comunicación UCSE-DASS (G-Com). Sede: UCSE, Departamento Académico San Salvador, San Salvador de Jujuy, 2010. ISBN 978-987-24489-8-1.
“De tal
modo que toda investigación
sobre la
alteridad
es
necesariamente semiótica,
y
recíprocamente: lo semiótico
no puede
ser pensado
fuera de
la relación con el otro”
Tzvetan
Todorov
I)
Sobre las figuras del “otro”
Considerando que el viajar y el narrar son “dos acciones estrechamente relacionadas entre sí”
(Colombi, 2006: 11), nos interesa detenernos en este trabajo, para su análisis,
en una de las tópicas privilegiadas que aparecen recurrente y constitutivamente
tematizadas en las narrativas de los viajeros europeos que itineraron por
nuestras tierras durante el siglo XIX: nos referimos a las figuras del “otro” que se construyen en las mismas[1].
A partir del “descubrimiento”
de América por parte de Occidente aparece el problema del otro, exterior y
lejano, que despierta una extrañeza radical. Uno de los intentos por analizar
tal cuestión está constituida por la tipología de relaciones con el otro que
diseña Tzvetan Todorov (Todorov, 2008).
Estamos frente al descubrimiento que el yo hace del otro. Así,
podemos considerar al otro (a ellos,
los otros) como un grupo social al
que (nosotros) no pertenecemos. Aquel
grupo, señala Todorov, puede estar al interior de la sociedad (las mujeres para
los hombres, los ricos para los pobres, los asalariados para los propietarios
de los medios de producción, los estudiantes para los docentes) o ser exterior
a ella, es decir, otra sociedad, que podrá ser cercana o lejana:
“[…] seres a los que
todo acerca a nosotros en el plano
cultural, moral, histórico; o bien desconocidos, extranjeros cuya lengua
y costumbres no entiendo, tan extranjeros que, en el caso límite, dudo de
reconocer nuestra pertenencia común a una misma especie. Esta problemática del
otro exterior y lejano es la que elijo, en forma un tanto arbitraria, porque no
se puede hablar de todo a la vez, para empezar una investigación que nunca
podrá acabarse.” (Todorov, 2008: 13).
Este autor delinea tres
ejes para situar la problemática de la alteridad: en primer lugar, un plano
axiológico (ligado al juicio de valor, al “amar”, dirá Todorov) según el
cual el otro será “bueno o malo”, “igual o inferior”.
El segundo plano es el praxeológico
(acción de acercamiento o alejamiento en relación con el otro, plano del
“conquistar” para el autor), según el cual se jugará la sumisión al otro (me
identifico, adopto sus valores), la sumisión del otro (asimilo al otro a mí, le
impongo mi imagen) o la neutralidad
(indiferencia).
Finalmente, el plano
epistémico (conozco o ignoro la identidad del otro, es el “conocer”), que
admite una gradación infinita, señala Todorov.
En las producciones
textuales de los viajeros europeos decimonónicos, que ocupó un lugar central en
la cultura escrita de ese siglo, se nos
presenta una historia narrada. En esa narración se despliega más o menos
explícitamente un relato de cómo el viajero se
escribe a sí mismo (la construcción discursiva de su “yo”)[2],
a la vez que, fundamentalmente, lo anterior conlleva una narrativa sobre la alteridad, es decir, un
delineamiento -más o menos preciso, más o menos difuso- de las figuras del
“otro”. Estamos así frente a un juego de construcción discursiva de las
identidades narrativas, juego entendido como la narración que un sujeto hace de
sí mismo y hace del otro.
Este juego es, por
supuesto -y siguiendo en la línea de análisis que para la cuestión de la
alteridad propone Todorov, y que hacemos nuestra- un juego semiótico, de allí el epígrafe que inaugura este trabajo (véase: Todorov, 2008: 194).
Al hablar
de figuras del “otro”, lo hacemos como
el resultado del proceso de la construcción
discursiva del (sobre el) otro. Como señala Roland Barthes, dis-cursus es originalmente, “la acción
de correr aquí y allá, son idas y venidas, ‘andanzas’, ‘intrigas’” (Barthes,
1993: 13), que este autor asigna al enamorado pero que nosotros adjudicaremos
al viajero: similarmente a aquél, el viajero tampoco cesa de “emprender nuevas
andanzas”, de verse envuelto en las “intrigas” que su itinerario le depara, de
sortear peripecias –“catástrofes”- de las más variadas índoles, ni de crear figuras -que habitan el discurso
amoroso, y que, decimos aquí, habitan los
“discursos de (en) viaje”.
Es así que
Barthes llama figuras a ciertos
“retazos de discurso” y aclara que esta palabra debe entenderse “[…] más bien
en sentido gimnástico o coreográfico; en suma, en el sentido griego: σχήμα no es el ‘esquema’; es, de una
manera mucho más viva, el gesto del cuerpo sorprendido en acción, y no
contemplado en reposo […]” (Barthes, 1993: 13).
Si en Fragmentos de un discurso amoroso la figura es “el enamorado haciendo su
trabajo” (Barthes, 1993: 13), para nosotros (concientes de nuestra “traición”
al texto barthesiano), será ese “otro” puesto en discurso, narrado, por los
viajeros: las figuras de la alteridad,
que hablarán a la vez de ese “otro” y del viajero mismo, ya que sin este
vínculo no podría entenderse ni a uno ni al otro (Todorov, 1984, 2003 y 2008).
Un “otro” capturado en su discurso –aquél, el otro, capturado en el discurso de éste, el viajero-, cuyas figuras se
recortarán, al decir de Barthes, “como puedan reconocerse, en el discurso que
fluye, algo que ha sido leído, escuchado, experimentado” (Barthes, 1993: 13) y,
agregaremos nosotros, luego narrado, escrito, por el viajero[3].
La figura aparece “circunscrita (como
un signo) y es memorable (como una imagen o un cuento)” (Barthes, 1993: 13).
Entendemos
que las figuras, lejos de remitir a una completud[4],
a una imagen acabada y estática (de allí la recuperación que hacemos del modo
en que Barthes toma este término desde la tradición griega), dan cuenta de esos
“retazos de discursos” (sobre el “otro”, en nuestro caso), de ciertas capturas
de un “otro” siempre en movimiento, un “otro” sólo capturado –momentáneamente-
en la violencia[5] que los discursos de los viajeros ejercen sobre
él al tratar de contornear en sus narrativas “lo que es posible inmovilizar en
el cuerpo tenso” (Barthes, 1993: 13).
Al hablar
de figuras del “otro”, en el sentido antes expuesto, entendemos que los
discursos sobre la alteridad (que nos permiten delinear, contornear
precariamente ciertas figuras del “otro”
en la narrativa de nuestros viajeros), reposan sobre un supuesto más general
(el de la historiografía –el de la relación entre historia y escritura-), y que
de Certeau define como una paradoja y un oxímoron: la (im)posibilidad “[…] de
la relación de dos términos antinómicos: lo real y el discurso …” (de Certeau,
2006: 13), señalando a la vez que este es un problema político, y, apuntaremos
nosotros, por lo tanto histórico, contingente (no necesario), esto es, discursivo.
Es decir,
puede advertirse en la escritura de nuestros viajeros una pretensión de
adecuación de sus discursos a lo real, no sólo ya en lo referente al mundo que
describen (construcción discursiva de una espacialidad) sino que ahora se traslada
a esos otros “descriptos”, narrados, esto es, la construcción discursiva de la
alteridad:
“La inteligibilidad [como estructura propia
de la cultura occidental moderna] se
establece en relación al ‘otro’ (…) … el cuerpo se convierte en un cuadro legible, y por lo tanto traducible en algo que puede escribirse
en un espacio de lenguaje. Gracias al despliegue del cuerpo ante la mirada, lo
que se ve y lo que se sabe pueden superponerse o cambiarse
(traducirse). El cuerpo es una clave que espera se descrifrada.” (de Certeau,
2006: 17).
Es por eso
que entendemos que debemos avanzar en el análisis de las figuras del “otro” sin
perder de vista, pues, que trabajaremos sobre configuraciones discursivas,
sobre figuras del “otro” que más que re-presentarlo, es decir, antes que
describirlo especularmente, más o menos distorsionada o fielmente, lo
construirán discursivamente en el propio acto enunciativo-narrativo.
Serán
entonces, al decir de Michel de Certeau (de Certeau, 2006) de estas
“heterologías” (discursos sobre el otro), que se materializarán como prácticas
simbólicas, significativas, en un gesto a la vez de mito y rito escriturario,
de lo que nos ocuparemos en adelante.
Ahora bien,
al considerar a estas figuras del
“otro”, como el resultado del proceso de la construcción discursiva del (sobre el) “otro”, lo hacemos entendiendo que
aquéllas funcionarían como “la resultante de cierto número de ‘efectos
descriptivos’ diseminados en el enunciado” (Hamon, 1991: 117), más
precisamente, descripción de aspectos físicos, morales, psicológicos,
espirituales, donde, decíamos, se pone en juego el vínculo constitutivo (y
constituyente) entre quien describe (el viajero) y quien es descripto (el
“otro”).
En ese
sentido, la voz de Bajtin nos llega explícitamente en el intertexto de Todorov:
“Los actos
más importantes, constituyentes de la propia conciencia, están determinados por
su relación con otra conciencia [...] Preciso encontrarme en el otro para
encontrarme a mí mismo” (Todorov, 1984: 96)[6].
Dadas la
complejidad de la cuestión, que amerita un tratamiento extenso, y las
constricciones de la extensión estipulada, focalizaremos en la construcción
discursiva de la figura del “otro aborigen”
en la narrativa del comerciante inglés John Augustus B. Beaumont (Beaumont, 1957)[7].
La fuente que configura el corpus para este análisis presenta particular
detención en ese aspecto, que a continuación abordaremos.
La
presencia de viajeros ingleses en nuestra provincia durante el siglo XIX puede
rastrearse ya en los albores del mismo, especialmente a partir de la llamada
“Revolución de Mayo”[9].
Tal
presencia, y los recorridos realizados, generaron una prolífica producción,
circulación y consumo de los llamados, en la tradición anglosajona, “travel accounts”, que materializados en
el objeto comunicacional “libro”, en tanto artefacto cultural específico
(“libro de viajes sobre el Río de la
Plata ”), tuvieron su apogeo entre 1800 y 1850, alcanzando
entre 1815 y 1830 su pico de edición máximo. Se erigieron así como un insumo de
lectura masiva (Cicerchia, 2005) que durante el siglo XIX, según varios
estudiosos coinciden, fue el más popular en Gran Bretaña luego de las novelas[10],
debido a la ampliación del campo de lectura británico (Cicerchia, 2005), a
partir de ciertas condiciones de producción que operaron de manera simultánea:
el desarrollo de la industria editorial y la institucionalización de la
crítica, la consolidación de lo que podríamos denominar, en el sentido
foucaultiano, cierto funcionamiento autoral (Foucault, 1985) específico, al
hilo de la legitimación de los derechos de autor y, por supuesto, del
acrecentamiento de la comunidad de lectores -ligada fundamentalmente a los
procesos de alfabetización de los sectores populares-.
La
lectura de estos textos funcionaba claramente como “una práctica cultural que
comunica el universo de los autores –y sus lectores- con la realidad
argentina.” (Cicerchia, 2005: 124).
Más
allá de la paradigmática presencia de Charles Darwin en 1833, se torna
relevante tomar en cuenta a otros viajeros ingleses que en los años siguientes
a la independencia visitaron nuestras geografías, con propósitos variados.
Entre estos viajeros ingleses podemos ubicar a: John Parish Robertson (1810-11)
y su hermano William Parish Robertson (que se le unió en 1813)[11];
Woodbine Parish (1824); John Augustus B.
Beaumont (1826); Charles Darwin (1833);
William Mac Cann (1846-47) y Thomas Woodbine Hinchliff (1861)[12].
Ahora
bien, no obstante el componente connacional, podríamos ubicar al businessman John A. B. Beaumont
(personaje paradigmático del viajero negociante, sobre quien nos detendremos)
en una serie diferencial, específica, constituida por aquellos que llegaron al
Río de la Plata
con objetivos e intereses específicamente relacionados con la finalidad de
hacer un reconocimiento de las condiciones socio-políticas para determinar así
la viabilidad de establecer relaciones
comerciales y negocios entre el Reino Unido de Gran Bretaña y las
recientemente independizadas Provincias Unidas del Río de la Plata.
Podríamos,
entonces, organizar una serie, que cabría definir como regulada por el negotium, a partir de los intereses
fundamentalmente comerciales de sus viajes, con los siguientes personajes: los
hermanos John Parish Robertson y William Parish Robertson, John
A. B. Beaumont y William Mac Cann.
Nos
centraremos para nuestro análisis, como hemos anticipado, en la figura de John
A. B. Beaumont, ya que entre los viajeros ingleses que conforman la primera
serie por nosotros organizada, es quien más extensamente focaliza su narrativa
a la vez en las figuras del “otro” (especialmente, en la del “otro aborigen”), en sus desplazamientos
por Entre Ríos, cuestión esta última que se liga a sus vinculaciones familiares
con nuestra provincia: era hijo del filántropo John Thomas Barber Beaumont,
conocido como “Barber Beaumont” (1774-1841) quien, relacionado a Bernardino
Rivadavia, trajo los primeros colonos ingleses que llegaron en 1825 a las provincias de
Buenos Aires y Entre Ríos, y que se establecieron en San Pedro, Belgrano, Santa
Catalina, Chorroarín y Calera de Barquín.
Analizaremos,
entonces, la figuras del “otro aborigen”
que a aparecen en su obra: Viaje por
Buenos Aires, Entre Ríos y la
Banda Oriental (1826-1827)[13],
para lo cual, primeramente nos resulta indispensable describir la fuente y
reponer sus condiciones de producción.
II.a) Beaumont y sus Viajes por Buenos Aires, Entre Ríos y la Banda Oriental
(1826-1827)
El
texto de Beaumont se publica en un momento fundamental del desarrollo de la
economía capitalista, sin haberse llegado aún al primer tercio del siglo XIX
(1828), en Londres, ciudad que en esos momentos se erigía como el centro
financiero más importante del globo.
Las
recientes independencias de los países hoy llamados latinoamericanos habían
abierto un amplio mercado para Gran Bretaña, cuestión que implicó, básicamente,
una gran flujo de inversiones de capital británico, ya fuera bajo la forma de
empréstitos a sus gobiernos (con intereses exorbitantes)[14] o de la conformación de sociedades,
principalmente anónimas, con fines comerciales e industriales (instaladas sin
ningún tipo de estudio previo sobre la actividad que encararan).
El
panorama en estas latitudes se caracterizaba o bien aún por el escenario de las
guerras por la independencia, o si se había salido ya de ellas, por luchas
civiles (que muchos identificaban como propias de un “período de anarquía”). De
hecho, Beaumont refiere a que las provincias “… han sido llevadas a un
verdadero estado de anarquía y miseria.” (Beaumont, 1957: 270).
En
suma, y más allá de la discusión histórico-política que podría abrirse al
respecto, aún no se avizoraba en nuestras tierras a inicios del XIX lo que a
partir de la década de 1850 constituiría, según Bonaudo, un “verdadero proceso
de ingeniería social” (Bonaudo, 1999:
13), que tendría tres grandes objetivos por conquistar: sentar las bases de un
orden burgués, construir un sistema de representación política unificado, y
organizar el Estado. Sería este último quien estaría a cargo de instalar nuevas
pautas de regulación social que permitirían ofrecer “basamento normativo a las
relaciones de los individuos entre sí”, y sería recién hacia fines de la década
de 1850 que “[…] la codificación avanzó reglamentando aspectos de la vida civil
y de las actividades económicas.” (Bonaudo, 1999: 24)[15].
Integrante
de un emprendimiento económico que tuvo por objetivo a la vez generar negocios
e impulsar la inmigración europea al Río de la Plata , Beaumont encarnaba la misión de continuar
con la empresa iniciada por su padre. Éste, según su hijo, se había visto
atraído por la promoción que de las bondades de las regiones del Plata se venía
realizado en el viejo continente (Beaumont, 1957: 142).
Beaumont
padre había enviado el primer grupo de colonos, embarcado desde Glasgow, en
febrero de 1825, al que siguió poco después otra partida desde Liverpool y una
tercera desde Londres. En conjunto, sumaban unas doscientas cincuenta familias,
que ascenderían a unos seiscientos veinte colonos emigrantes enviados por su
empresa[16].
Es
con el indiscutible fin de inspeccionar las condiciones existentes para
proseguir con el programa comercial familiar, iniciado a través de la
conformación de la Rio de la Plata Agricultural Association
(Sociedad Agrícola del Río de la
Plata )[17], que
se articulaba con las políticas rivadavianas de incentivar la llegada de
capitales y colonos pobladores, que su hijo llega a nuestro país en 1826, tras
recalar en Montevideo.
Esta
lógica del negotium atravesará todo
el relato de su viaje y determinará los criterios de inclusión/exclusión en su
discurso (lo que se tematiza y lo que se omite) y qué caracterización realizará
no sólo del territorio recorrido sino principalmente de los otros con los que se encuentra (la
construcción que hará de ellos)[18] y cómo polémicamente se posicionará
discursivamente frente a eso:
“Viaja,
discute, protesta, sigue viajando y protestando, anota todo lo malo que ve,
mucho de lo bueno, y se olvida de otras cosas que, de momento, le parece mejor
no mencionar.” (Bagú, 1957: 12).
La
llegada a esta “comarca remota” confronta al “arisco y combativo”[19] comerciante inglés con un escenario plagado de
“inconvenientes” originados en “causas políticas y de orden moral” locales que
justificarán y motivarán la publicación de la obra, tal como se evidencia en el
Prefacio (Beaumont, 1957: 29).
La
publicación de la obra de Beaumont, entendemos, busca claramente los efectos
perlocutivos[20] de efectivamente poner en aviso, esto es, que
los comerciantes e inversores ingleses se den por advertidos sobre los riesgos
de establecer negocios con las Provincias Unidas del Río de la Plata :
“El asunto [la descripción del país y de sus habitantes], por desdicha, es escabroso y desagradable; pero a los
europeos ha de interesarles esencialmente porque las invitaciones y promesas
del gobierno a los capitalistas de aquí, y a los emigrantes, han sido en
extremo halagüeñas. Sin embargo […] quienes confíen en ellas y obren según
ellas, quedan expuestos a sufrir una
cruel desilusión[21]”.
(Beaumont, 1957: 130).
Al
comenzar a producirse los primeros fracasos en los negocios entre Gran Bretaña
y las Provincias Unidas del Río de la Plata[22], no
tardaron en aparecer en el mercado editorial londinense textos (libros y artículos
periodísticos), “[…] de tono peyorativo y pesimista, concebido como advertencia
a los inversores incautos.” (Bagú, 1957: 9). Es entre estos últimos donde se
ubica la obra de Beaumont.
Se
posiciona como un observador
(atestigua lo que narra, ya que “el autor ha visto el país y los actos de su
gobierno con sus propios ojos”) y como un enunciador[23] veraz y confiable (cualidades que están
garantizadas por su propia implicancia comercial con el país), portavoz de las
reales condiciones y posibilidades que estas tierras brindaban a los
potenciales inversores y colonos, así como de los peligros, obstáculos y
perjuicios (de los que había sido objeto su propia empresa familiar en nuestras
tierras: “[el autor] ha pagado a buen precio su experiencia”).
Experiencia,
ejemplaridad y advertencia se implican y entrelazan en su trama discursiva:
erige su propia experiencia en
cuestión de negocios en nuestras tierras en ejemplar
para advertir sobre los infortunios
-por los que él ya pasó- a sus compatriotas. Y esta ejemplaridad se sostiene y
fundamenta, justamente, en su propia experiencia (“El autor de estas páginas y
algunos de sus amigos han sido víctimas de esta clase de exposiciones
parciales”). Advierte así sobre el peligro de atender sólo a “las ventajas
naturales y buenas condiciones que el país pueda poseer”, sin atender también,
y fundamentalmente a “los obstáculos de carácter local, cualquiera sea su
naturaleza”.
II.b) La figura del “otro aborigen” en los Viajes… de John A. B. Beaumont. Negotium y etnocentrismo en un
racialista sui generis
Veamos
ahora, pues, cómo Beaumont construye la figura de los aborígenes[24].
Parte para esto de una visión estereotipada[25] de los mismos:
“[…]
el estereotipo aparece ante todo como un instrumento de categorización que
permite distinguir cómodamente un ‘nosotros’ de un ‘ellos’. En este proceso, el
grupo adquiere una fisonomía específica que lo diferencia de los demás. Esta
uniformidad se obtiene enfatizando, e incluso exagerando, las similitudes entre
los miembros del mismo grupo. Las variantes individuales son minimizadas en un
proceso que va hasta la negación o la incapacidad de percibirlas.” (Amossy y
Herschberg Pierrot, 2001: 49).
La
estereotipia desde la cual Beaumont construye la figura de los aborígenes alcanza tanto a sus rasgos
físicos como a sus atributos morales[26]. En
relación a los aspectos físicos, describe a los aborígenes “como raza autónoma”
(Beaumont, 1957: 81) y los caracteriza de la siguiente manera:
“Los
aborígenes de esta parte de Sud América
poseen los rasgos distintivos comunes a
todos los indios de Sud América[27], en el norte y en
el sur: la piel cobriza, el pelo de la barba escaso, los cabellos negros; las
piernas cortas en proporción con la cabeza y el cuerpo grande; ojos muy
separados y pequeños; pómulos salientes, nariz algo chata; el rostro
indiferente.” (Beaumont, 1957: 81).
En
la descripción física presentada, la generalización producida por la
estereotipia apunta a la extensión,
en tanto “atribución de los mismos rasgos a todos los seres u objetos designables
por una misma palabra” y a la comprensión, “con la simplificación extrema de los
rasgos expresables mediante palabras” (Maisonneuve, 1998: 141, citado por:
Amossy y Herschberg Pierrot, 2001: 55). Beaumont incluye a los aborígenes de
nuestras tierras como representantes del “tipo ideal” que construye del “indio
sudamericano”; es incapaz de percibir las diferencias entre los Chibchas,
Diaguitas, Matacos, Pampas, Huiliches,
Onas y Tehuelches, por mencionar sólo algunos grupos[28].
Semejante
descripción se condice con lo que Todorov define como un comportamiento
racista, apoyado en un racialismo. Este autor explica que el racismo designa al
comportamiento, mientras que racialismo se reserva para las doctrinas que lo
justifican y que se pueden presentar “como un conjunto coherente de
proposiciones” (Todorov, 2003:
116). A continuación analizaremos cómo estas
proposiciones del racialismo operan en la construcción discursiva que Beaumont realiza
de la figura del “otro aborigen”.
La
primera proposición, que aparece claramente en el modo en que Beaumont
construye discursivamente la figura de los aborígenes,
consiste en la afirmación de la real existencia de las razas:
“[…]
agrupamientos humanos cuyos miembros poseen características físicas comunes; o
más bien […] la pertinencia y la importancia del concepto de raza. Aquí, a las
razas se las asimila a las especies animales…”(Todorov, 2003: 116).
Basta
para sostener la “existencia de razas”, la consideración de las propiedades
inmediatamente visibles: el color de la piel, el sistema piloso, la
configuración de la cara, la longitud de las extremidades.
Son
estas “propiedades inmediatamente visibles” las que le permiten a Beaumont
detectar a los descendientes de los indios que han dejado sus poblaciones de
origen y se han dispersado por el territorio: “continúan viviendo […] con todos
los rasgos físicos distintivos de su raza…” (Beaumont, 1957: 81).
Como
dijéramos anteriormente, al asimilarse las razas a las especies animales,
señala Todorov que el racialismo supone que entre dos razas habría “la misma
distancia que entre el caballo y el asno: no la suficiente para impedir la
fecundación mutua, pero sí la que hace falta para establecer una frontera que
salta a la vista de todo el mundo […] se identifica al mestizo precisamente
porque en él se pueden reconocer los representantes típicos de cada raza.”
(Todorov, 2003: 117).
Beaumont no duda sobre esta posibilidad de fecundación mutua. De hecho, los
mulatos, dice claramente, “proceden de la mezcla de negros e indios, o de
negros y criollos” (Beaumont, 1957: 92). Y los criollos, en uno de los sentidos
que el viajero otorga a esta designación, son “los descendientes de indios y
negros, pero cruzados con blancos.” (Beaumont, 1957: 89).
La
segunda implicancia aparece menos explícita en el texto de Beaumont, a pesar de
que, como veremos, de todas formas sostiene, implícitamente, la posibilidad de
la identificación de rasgos típicos y particulares de las razas que se han
“mezclado”:
“Muchos
de los aborígenes, por haber convivido con los descendientes de españoles o
criollos, han procreado con ellos –como es de suponer- y en dos o tres
generaciones los rasgos distintivos como la sensibilidad de cada raza se han
mezclado tanto unos con otros que tienden a desaparecer.” (Beaumont, 1957: 83).
Nótese
el funcionamiento del razonamiento de Beaumont, apoyado en este principio de
existencia de las razas: que esos rasgos distintivos de cada raza tiendan a desaparecer en dos o tres
generaciones con el mestizaje, es posible porque antes de que eso ocurra (con
esa especie de “depuración” racial que sugiere) efectivamente se pueden reconocer y diferenciar los rasgos
típicos de cada raza.
Una
segunda proposición de las doctrinas racialistas es la que postula la
continuidad entre lo físico y lo moral, esto es, “la correspondencia entre
características físicas y morales […] desde el momento en que hay variación
racial, hay también cambio de cultura.” (Todorov, 2003: 117). Las características
físicas con las que Beaumont reviste la figura del aborigen determinarán las morales, haciendo de esos dos aspectos
las causas y efectos de una sola y misma serie:
“[…]
los aborígenes demuestran en verdad no estar naturalmente[29] dotados de vivacidad ni han dado prueba de
poseer inteligencia vigorosa […]” (Beaumont, 1957: 82).
El
razonamiento anterior implica, tal como concluye Todorov, “que se acepte que
hay una transmisión hereditaria de lo mental y es imposible modificarlo
mediante la educación” (Todorov, 2003: 117):
“Entre
los indios salvajes […] vimos varios rasgos particulares de la raza sin mezcla
europea; sus hábitos han experimentado, sin embargo, cierta alteración por el
contacto con pobladores europeos que no
los ha mejorado en nada[30], particularmente
en punto a la costumbre de beber licores fuertes.” (Beaumont, 1957: 83).
No
sólo es imposible una modificación “positiva” mediante la educación (el
contacto con los europeos no los ha mejorado en nada), sino que sufren “cierta
alteración” que es, obviamente, negativa: “la costumbre de beber licores fuertes”.
Beaumont acerca aquí la figura de los aborígenes
a la “imagen del buen salvaje”, en su interpretación más llana: un buen salvaje
corrompido por la civilización; o para ser más precisos, un buen salvaje en el
que puede leerse “su contrapartida obligada, la crítica de nuestra propia
sociedad […]” (Todorov, 2003:
312). Tácitamente nuestro viajero critica la costumbre
de los pobladores europeos de beber licores fuertes.
Ahora
bien, este punto se torna contradictorio al avanzar en la lectura. A cinco
páginas de la referencia anterior (“el contacto con pobladores europeos que no
los ha mejorado en nada”), Beaumont escribe sobre los aborígenes:
“Estos
nativos han dado pruebas evidentes de su docilidad y de su aptitud para
convertirse en excelentes artesanos o en soldados fieles. La disposición en que
se hallan para cambiar su vida errante por la comodidad de un hogar estable, se
prueba con la facilidad con que los primeros conquistadores, luego los jesuitas
y después los gobernantes españoles pudieron inducirlos a adoptar un domicilio
fijo.” (Beaumont, 1957: 88).
Sin dudas, tal construcción sobre
este aspecto de la figura de los aborígenes,
en las antípodas de la anterior, desconcierta. Confrontados con esto,
entendemos que lo que aparece como semejante contradicción, puede entenderse al
hilo de una distinción que, singularmente, Beaumont realiza en torno a la
figura de los aborígenes, y es uno de
los indicadores que nos conduce a considerarlo un racialista sui generis[31].
Nos
referimos a que desdobla la figura de los aborígenes
en dos categorías: indios civilizados
e indios salvajes (Beaumont, 1957:
81-83). Los primeros son los que quedaron bajo
el dominio español; los segundos, los que se mantuvieron apartados de la sumisión de los españoles, aunque
puedan haber tenido contacto con los europeos. La pertenencia a la civilización
o al salvajismo se otorga por la sumisión o no a los conquistadores, a los
jesuitas y a los gobernantes españoles.
A la luz de este desdoblamiento de
la figura de los aborígenes es que puede
interpretarse, entonces, que no casualmente, son los indios civilizados (los dominados por los conquistadores) a
quienes, según Beaumont, los españoles “pudieron inducirlos” a ciertos cambios
de hábitos (al sedentarismo, por ejemplo). En cambio, son los salvajes (que se sustrajeron a la
sumisión a los españoles) a quienes “el contacto con pobladores europeos que no
los ha mejorado en nada”.
El
principio determinista de la acción del grupo racial, cultural o étnico sobre
el individuo se constituye en la tercera proposición racialista, la cual -según Todorov aclara- no siempre se hace
explícita (Todorov, 2003:
118). No obstante, podemos inferir este principio
funcionando en el texto de Beaumont, cuando éste señala que en “estado
salvaje”, los aborígenes demuestran “hábitos que son los de los pueblos
errantes, pastores y cazadores” (Beaumont, 1957: 82), esto es, hábitos que
serían producto del comportamiento determinado por su pertenencia al grupo
racial.
Igual
razonamiento puede leerse en el modo en que construye la figura de las mujeres aborígenes de las tribus de los Mbayás[32], a quienes les
atribuye, por efecto de la acción del grupo racial, “la horrible práctica de
destruir la prole antes de nacer o después” (Beaumont, 1957: 87), para intentar
limitar a uno solamente el número de los hijos. Y explica que:
“La
razón que daban las mujeres para justificar esta costumbre […] era: que los
partos deforman el cuerpo y que es muy molesto andar con los niños a cuestas en
las largas y apresuradas excursiones […] Para tales propósitos más de la mitad
de sus hijos han sido privados de la vida. Muchos
españoles humanitarios han tratado de apartarlos de estas prácticas
antinaturales, pero sin resultado alguno[33] […]” (Beaumont, 1957: 87).
Nótese
como, asimismo, el último enunciado de esta cita refuerza el presupuesto
analizado anteriormente (basado en continuidad entre lo físico y lo moral, en
la determinación de la transmisión hereditaria de lo moral por parte de lo
físico), acerca de la imposibilidad de modificación mediante la educación[34].
Similar
razonamiento aplica al caso de las mujeres de los Guanás, quienes “[…] matan a
la mayoría de sus hijas mujeres para que las restantes puedan ser más
requeridas y más felices.” (Beaumont, 1957: 87).
Y
será la valoración que Beaumont realiza sobre los otros, la focalización de su discurso en plano axiológico, lo que
nos permita ahora desplazarnos a la cuarta proposición, la de una jerarquía
única de valores:
“El
racialista no se contenta con afirmar que las razas son diferentes; cree
también que son superiores o inferiores, unas a las otras […]” (Todorov 2003: 118), lo que le permite
establecer una escala de valores, en general, etnocéntricamente, y lo ubica en
la cima de tal jerarquía.
Efectivamente,
Beaumont se ubica en la cima de esta jerarquía, como europeo –inglés-, blanco,
y desde allí continuará el delineamiento de la figura de los aborígenes, ubicados en un sitio
inferior. Tal concepción aparece puesta en discurso en pasajes que ya hemos
citado, cuando afirma que los aborígenes demuestran no estar “naturalmente
dotados de vivacidad” ni haber “dado prueba de poseer inteligencia vigorosa”, a
diferencia del europeo, por supuesto, que es con quien “mide” al otro.
Así,
puede verse que en el plano del espíritu (Todorov,
2003: 118), el juicio refiere a las cualidades intelectuales (unos están privados de
vivacidad e inteligencia vigorosa, los otros las poseen). Pero también alcanza
a los aspectos morales: Beaumont
califica la conducta de las mujeres aborígenes Mbayás como “repugnante
para los sentimientos comunes y naturales” (Beaumont, 1957: 87). Unos son civilizados, “humanitarios”; los otros
“salvajes”, bestias. Beaumont construye, fiel a la serie de los travel accounts de los viajeros ingleses
en la que se engarza su discurso, la figura del indio en torno a cierta oscuridad de su psicología, ferocidad de
sus instintos y belicosidad, lo que narrativamente garantizará ciertos rasgos
épicos, cuando no fantásticos de su relato, para proponer “las más logradas
fantasías” (Cicerchia, 2005: 140).
Y en el nivel de las cualidades físicas, “el juicio
toma fácilmente la forma de una apreciación estética: mi raza es bella, las
otras son más o menos feas.” (Todorov, 2003: 118). Recuérdese que la figura del aborigen aparecía como desproporcionada:
“[…]
las piernas cortas en proporción con la cabeza y el cuerpo grande; ojos muy
separados y pequeños […]” (Beaumont, 1957: 81).
En
su brevísima referencia a la figura del negro,
esta jerarquización etnocéntrica, en el plano de los atributos físicos, se
torna más flagrante: la contrapone a la del blanco, a quien refiere como
“prójimo de pigmento favorecido[35].” (Beaumont,
1957: 264).
De
manera similar, avanzará construyendo otras figuras de la alteridad, siempre
mirándolas a través de este cristal etnocéntrico, que conlleva una descripción
comparatista, en donde uno de los términos de la comparación ocupará un lugar
jerárquico por sobre el otro, se tornará centro de su axiología y parámetro
para la organización del cuadro evaluativo diseñado.
La
actitud comparatista de Beaumont “contribuye al esclarecimiento de una cultura
por medio de otra” (Todorov, 2008: 289): interpreta a los aborígenes, a los
criollos, a los políticos locales, y construye así sus figuras, a través de la
comparación con los ingleses.
III.) Algunos
comentarios finales
Al
confrontarnos con el discurso de John A. B. Beaumont, vemos que se posicionaba
como un “observador”, referente para posibles inversores que requerían
información respecto a los territorios del Plata y como un enunciador “veraz”
de las posibilidades que estas tierras brindaban a los potenciales inversores y
colonos. Determinamos que su discurso, regido por la lógica del negotium, se organizó en función de la distancia, de la
diferencia entre el “otro” que se le presenta como exterior.
Su mirada profundamente
etnocéntrica se torna explicita cuando analizamos cómo Beaumont construye la
figura de los “aborígenes”.
Parte de una visión estereotipada de los
mismos, que se condice con un comportamiento racista, apoyado en un racialismo
cuyas proposiciones pudimos ver operando nítidamente en la construcción
discursiva que Beaumont realiza de las mismas. Beaumont se ubica en la cima de la
jerarquía, como europeo –inglés-, blanco
y hombre, y desde allí realiza el delineamiento de la figura de los aborígenes, ubicados en un sitio
inferior. Avanza construyendo su figura siempre mirándola a través de este
cristal etnocéntrico, que conlleva una descripción comparatista, en donde uno
de los términos de la comparación (el que ubica en el lugar de la cultura
europea –y más precisamente, inglesa) ocupa un lugar jerárquico por sobre el
otro, se torna centro de su axiología y parámetro para la organización del
cuadro evaluativo diseñado.-
IV.)
Bibliografía
AMOSSY, Ruth y HERSCHBERG PIERROT, Anne, 2001, Estereotipos y clichés, Buenos Aires:
Eudeba.
ASHMORE, R. D., & DEL BOCA, F. K.,
1981, “Conceptual approaches to stereotypes and stereotyping” en Hamilton , D. L. (ed.), Cognitive
processes in stereotyping and intergroup behavior, Hillsdale , NJ :
Lawrence Erlbaum Associates.
AUSTIN,
John L., 1982 (1962), Cómo hacer cosas
con palabras, Barcelona: Paidós Studio.
BAGÚ, Sergio, 1956 “Estudio preliminar” en: BEAUMONT
John A. B., Viajes por Buenos Aires,
Entre Ríos y la Banda
Oriental (1826-1827), Buenos Aires: Hachette.
BARTHES,
Roland, 1993 (1977), Fragmentos de un discurso amoroso, México, Siglo XXI.
BEAUMONT, John A. B., 1828, Travels in Buenos Ayres and the Adjacent
Provinces of the Rio de la Plata
with Observations, intended for the Use of Persons who Contemplate Emigrating
to that Country; or, Embarking Capital in its Affairs, London: James
Ridgway, Piccadilly. Printed by T. Brettell,
Rupert Street, Haymarket.
1957
(1828), Viajes por Buenos Aires, Entre
Ríos y la Banda
Oriental (1826-1827), Buenos Aires: Hachette.
BERRY-BRAVO, Judy, 2001 “Reseña de ‘Viaje al Norte Grande, viaje a
la concientización: Rebelión en la pampa salitrera’ de George Orwell”, en Revista de Ciencias Sociales (Cl),
Universidad Arturo Prat, Iquique, Chile, Nº 011.
BETHELL, Leslie (ed.), 1990, Historia
de América Latina. Tomo I, Barcelona: Cambridge University Press, Crítica.
BONAUDO,
Marta (dir.), 1999, Liberalismo, Estado y
orden burgués (1852-1880). Nueva Historia Argentina. Tomo IV, Barcelona:
Editorial Sudamericana.
CICERCHIA,
Ricardo, 2005, Viajeros. Ilustrados y Románticos en la imaginación nacional. Buenos Aires : Troquel.
COLOMBI,
Beatriz, 2003, “Retóricas del viaje a España, 1800-1900” , en Iberoamericana, Berlín: Iberoamericana
Editorial, Vervuert, Año III. Nº 9, Nueva Época.
COLOMBI
NICOLIA, Beatriz, 2006, “El viaje y su relato”, en LatinoAmérica. Revista de Estudios Latinoamericanos, México:
Universidad Autónoma de México.
DE
CERTEAU, Michel, 2006 (1975), La
escritura de la Historia ,
México: Universidad Iberoamericana.
HAMON,
Philippe, 1991 (1981), Introducción al
análisis de lo descriptivo, Buenos Aires: Edicial.
FISKE, S. T., 1998, “Stereotyping, prejudice, and
discrimination” en GILBERT, D.T., FISKE, S. T. &
LINDZEY, G. (eds.), The Handbook of
Social Psychology, New York : McGraw-Hill.
KIRKPATRICK, F. A., 1916, “The Literature of Travel”
en The Cambridge History of English
Literature, XIV, Cambridge ,
U.K.
LUCENA SALMORAL, Manuel (coord.), 1987, Historia de Iberoamérica. Tomo I, Madrid: Cátedra.
MAISONNEUVE, Jean, 1989, Introduction á la psychosociology, Paris: Presses
Universitaires de France.
MILLER, A. G., 1982, “Historical and Contemporary Perspectives on Stereotyping” en
MILLER, E., In Eye of the Beholder. Contemporary Issues on
Stereotyping, New York: Praeger.
MIRAUX,
Jean- Philippe, 2005, La autobiografía:
las escrituras del yo, Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
NIETZSCHE, Friedrich, 1974 (1873), El libro del filósofo seguido de Retórica y lenguaje, Madrid:
Taurus.
OAKES, P.J. & REYNOLDS, K.J., 1997, “Asking the
accuracy question: Is measurement the answer?” en SPEARS, R., et al. (eds.), The social psychology of stereotyping and
group life, Oxford :
Blackwell.
PRIETO,
Adolfo, 2003 (1996), Los viajeros
ingleses y la emergencia de la literatura argentina (1820-1850), Buenos
Aires: Fondo de Cultura Económica
TODOROV, Tzvetan, 1984, “Mikhail Bakhtin. The
Dialogical Principle” en GODZICH, Wlad and SCHULTE-SASSE, Jochen (eds.), Theory and History of Literature, Minneapolis and London : University of Minnesota Press , vol. 13.
2003 (1989), Nosotros
y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana, México: Siglo XXI
Editores.
2008 (1982), La conquista de América. El problema del
otro, Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
TRIFILO,
Santos Samuel, 1959, La Argentina vista por viajeros ingleses 1810-1860,
Colección Platania, Buenos Aires: Ediciones Gure S.R.L.
1959a, “A Bibliography of British
Travel Books on Argentina: 1810-1860” ,
en The Americas, Quaterly Review of Inter-American Cultural History, USA, Vol. XVI,
N° 2.
[1] En este sentido, Ricardo Cicerchia señala que
los “travel accounts” actualmente se
inscriben en un debate académico e intelectual que, además de las
reconsideraciones sobre el imperialismo y la ciencia, se vincula con la
cuestión de la construcción de la
alteridad (Véase: Cicerchia, 2005).
[2] En relación con el discurso autobiográfico,
como campo privilegiado de construcción discursiva de un “yo” que se narra, puede consultarse: Miraux,
2005.
[3] No perdamos de vista que viaje, experiencia –la
intensidad de las sensaciones- y escritura
han estado, desde Stendhal, inextricablemente relacionados (Véase: Colombi,
2003).
[4] Es como si estas figuras fueran el lugar
(topos) que en la narrativa de los viajeros –en los discursos de (en) viaje- se
da a la alteridad. Ahora bien, como señala Barthes, “…lo propio de una tópica
es ser un poco vacía: una Tópica es, por estatuto, a medias codificada y a
medias proyectiva (o proyectiva por codificada).” (Barthes, 1993: 14).
[5] Ya lo explicaba Friedrich Nietzsche más de un
siglo atrás: el lenguaje es una fuerza y, por lo tanto, ejerce violencia sobre
“lo real” al nombrarlo (Véase: Nietzsche, 1974).
[6] Citado en: Berry-Bravo, 2001: 179.
[7] Cabe mencionar que resultan de sumo interés
para similar análisis los “discursos de (en) viaje” de otros viajeros europeos
como: Charles Darwin, Alcide d’Orbigny, Hermann Burmeister o Paolo Mantegazza,
por mencionar sólo algunos de los que estamos estudiando.
[8] El sintagma latino “Otium post negotium” puede expresarse en inglés como: “Bussines before pleasure” o “Work before play”, y podríamos hacerlo
equivaler al proverbio castellano: “El deber antes que el placer” (o más
literalmente, “El negocio antes que el ocio”). La lógica del negotium, como argumentaremos, será la
que funcionará como rectora tanto del protocolo privilegiado de lectura como de
escritura en este viajero.
[9] Cabe señalar aquí que en su estudio, ya
canónico, sobre los viajeros ingleses, Adolfo Prieto realiza un delicado
análisis de su impronta en la emergencia de la literatura argentina, para lo
que aborda un corpus con textos de catorce viajeros, resultado de sus viajes
entre 1820 y 1835 (Prieto, 2003). Tampoco podemos dejar de traer a
consideración los clásicos trabajos de Trifilo (Trifilo, 1959 y 1959a).
[10] En relación con este tema, véase el amplio
arco, coincidente en este punto, marcado por: Kirkpatrick, 1916; Trifilo, 1959,
y Cicerchia, 2005.
[11] Los hermanos Robertson eran, más precisamente,
escoceses.
[12] Los años indicados no referencian a la
extensión temporal total de sus viajes por las provincias del Río de la Plata (o Sudamérica toda,
según los casos), sino que corresponden particularmente al momento en que
recorrieron tierras entrerrianas, según hemos podido reconstruir a partir de
nuestro trabajo de archivo.
[13] Sabemos por el sociólogo e historiador
argentino Sergio Bagú que esta obra fue publicada por primera vez en
castellano, en nuestro país, en 1957 por Hachette, gracias a la traducción de
José Luis Busaniche. Hasta entonces, se habían traducido solamente algunos
fragmentos y pasajes. Nuestro trabajo en el Ibero-Amerikanisches Institut zu Berlin
(IAI) nos permitió acceder a un ejemplar de la edición original, cuestión
excepcional, ya que, según señala Busaniche: “[…] el libro de Beaumont es uno
de aquellos que pueden considerarse inhallables
en el momento actual.” (Busaniche, en: Beaumont, 1957: 26). Y en palabras de
Bagú: “[…] agotada por completo desde hace mucho en Europa y América, había
pasado a constituir una verdadera rareza bibliográfica.” (Bagú, 1957: 11).
[14] Recuérdese, con carácter “emblemático” en
nuestra historia económica, el empréstito tomado en Londres por el gobierno
argentino, de la Baring Brothers ,
en 1824.
[15] Será en 1858 que se establece el Código de
Comercio; en 1869, el Civil y en 1871, el Penal.
[16] Tomamos el cálculo realizado por Bagú (véase:
Bagú, 1957: 17).
[17] La
Rio de la Plata Agricultural Association
(Sociedad Anónima que estaba ya constituida, hasta donde pudimos reconstruir,
en 1824, por la familia Beaumont, y que incorporaba como accionistas a los
Sres. Sebastián Lezica y Félix Castro –Beaumont, 1957: 144-, comisionados del
gobierno de Buenos Aires en cuestiones de inmigración) y a Hullet Brothers,
agentes particulares de Londres.
[18] Veremos que entre las figuras del otro, en su texto incluirá: los aborígenes, los
criollos, el gaucho, el peón, el esclavo (de los que se ocupa en el Capítulo III principalmente), y también
una figura central en su entramado discursivo, al hilo de esta lógica del negotium, como venimos señalando: el otro constituido para Beaumont por el
gobierno local, con quien establece a lo largo de todo el libro un diálogo
polémico, que contorneará la figura que construirá del mismo: “… sobre el cual
[el gobierno de Buenos Aires] hacemos en el capítulo quinto de este libro
cumplida relación.” (Beaumont, 1957: 31). Agregamos que el gobierno local también
es materia de relación en el Capítulo IX.
[19] Así es como lo caracteriza Sergio Bagú (Bagú,
1956: 12).
[20] La dimensión perlocutiva, o perlocucionaria,
remite a: “ciertas consecuencias o efectos sobre los sentimientos, pensamientos
o acciones del auditorio.” (Austin, 1982: 145).
[21] Las cursivas son nuestras.
[22] Fracasos de los que Beaumont da cuenta
especialmente en los capítulos VII y IX de su libro, en especial relación con
el naufragio comercial de la Rio de la Plata Agricultural Association
(Beaumont, 1957).
[23] Nótese que en el Prefacio, Beaumont utiliza la tercera persona del singular (se
refiere a sí mismo como “el autor”, al estilo de la época), pero a lo largo de
su relato hay un desplazamiento, alternativamente, hacia la primera persona del
singular, cuando apela a un registro enunciativo más experiencial (a su
experiencia personal como hombre de negocios, claro; esto es, en relación con
lo vivido en relación con los derroteros de la Rio de la Plata Agricultural Association)
o hacia la primera personal del plural (un “nosotros, los ingleses” o
“nosotros, los capitalistas –ingleses-”, según el caso, pero siempre
funcionando como un nosotros excluyente –los que quedan excluidos de ese
“nosotros” son los otros locales,
obviamente).
[24] Beaumont los llama, indistintamente, aborígenes (las más de las veces) o indios. Excepcionalmente, nativos.
[25] Un estereotipo
puede ser concebido como el conjunto de creencias que los miembros de un grupo
comparten acerca de los atributos que caracterizan a los miembros de otro grupo
(véase: Fiske, 1998). Un rasgo central de este fenómeno es que los atributos
poseen una connotación evaluativa, esto es, algunos son percibidos como
favorables y otros como desfavorables (véase: Oakes & Reynolds, 1997).
[26] Varios autores coinciden en que los
estereotipos refieren a los atributos personales de un grupo social, y aunque
sean más frecuentes en los rasgos de personalidad, no son los únicos, ya que
también hay estereotipos físicos, étnicos, ocupacionales, sexuales (Miller,
1982 y Ashmore & Del Boca, 1981).
[27] La cursiva es nuestra.
[28] Esta cuestión se relaciona directamente con
las controversias en el campo de la Antropología (Histórica) en torno a la tan
discutida existencia de un homotipo
amerindio. En relación con esta discusiones, que exceden este trabajo,
véase: Lucena Salmoral, 1987 (especialmente la Primera Parte : “El poblamiento
americano”). También: Bethell, 1990.
[29] La cursiva es nuestra.
[30] Las cursivas son nuestras.
[31] Decimos sui
generis para diferenciación de un racialismo clásico. Todorov describe los
cinco rasgos que constituyen la doctrina del racialismo, pero al mismo tiempo
aclara que, si bien la ausencia de alguno de los rasgos daría lugar a otra
doctrina emparentada con él (culturalismo, por ejemplo), “existen igualmente
racialistas a los que no les interesa en absoluto [por ejemplo] una política
que pudiera fundarse sobre sus doctrinas […] En resumen, es la conjunción de
los cinco rasgos, lo que se debe tomar como el modelo clásico del racialismo.
En cambio, otros elementos de la doctrina […] son optativos.” (Todorov, 2003:
119).
[32] Cabe aclarar aquí que el conocimiento del
comportamiento de las mujeres Mbayás
llega a Beaumont a través de Félix de Azara. Si bien Beaumont no menciona la
fuente, entendemos que el inglés debe haber accedido a la edición francesa de
los viajes de Azara: Voyages dans
l'Amérique Méridionale, publicada
en 1809.
[33] Las cursivas son nuestras.
[34] Recuérdese, para Beaumont, en el caso de la
figura de los indios salvajes.
[35] La cursiva es nuestra.
Comentarios
Publicar un comentario