“Comunicar” la alteridad: para una semiótica de las figuras del “otro” en las producciones textuales de los viajeros europeos en la Argentina del siglo XIX.

Por Mario Sebastián Román
En: Sobre navegaciones y territorios. Investigación, intervención y contextos dela Comunicación. Libro de Memorias del VIII ENACOM (Encuentro Nacional de Carrera de Comunicación Social). Organizado por la Federación Argentina de Carreras de Comunicación Social (FADECCOS) - Carrera de Comunicación Social UCSE-DASS - Gabinete de Comunicación UCSE-DASS (G-Com). Sede: UCSE, Departamento Académico San Salvador, San Salvador de Jujuy, 2010.  ISBN 978-987-24489-8-1.

“De tal modo que toda investigación
sobre la alteridad
es necesariamente semiótica,
y recíprocamente: lo semiótico
no puede ser pensado
fuera de la relación con el otro”
Tzvetan Todorov

I) Sobre las figuras del “otro”

Considerando que el viajar y el narrar son “dos acciones estrechamente relacionadas entre sí” (Colombi, 2006: 11), nos interesa detenernos en este trabajo, para su análisis, en una de las tópicas privilegiadas que aparecen recurrente y constitutivamente tematizadas en las narrativas de los viajeros europeos que itineraron por nuestras tierras durante el siglo XIX: nos referimos a las figuras del “otro” que se construyen en las mismas[1].


A partir del “descubrimiento” de América por parte de Occidente aparece el problema del otro, exterior y lejano, que despierta una extrañeza radical. Uno de los intentos por analizar tal cuestión está constituida por la tipología de relaciones con el otro que diseña Tzvetan Todorov (Todorov, 2008).
            Estamos frente al descubrimiento que el yo hace del otro. Así, podemos considerar al otro (a ellos, los otros) como un grupo social al que (nosotros) no pertenecemos. Aquel grupo, señala Todorov, puede estar al interior de la sociedad (las mujeres para los hombres, los ricos para los pobres, los asalariados para los propietarios de los medios de producción, los estudiantes para los docentes) o ser exterior a ella, es decir, otra sociedad, que podrá ser cercana o lejana:
“[…] seres a los que todo acerca a nosotros en el plano  cultural, moral, histórico; o bien desconocidos, extranjeros cuya lengua y costumbres no entiendo, tan extranjeros que, en el caso límite, dudo de reconocer nuestra pertenencia común a una misma especie. Esta problemática del otro exterior y lejano es la que elijo, en forma un tanto arbitraria, porque no se puede hablar de todo a la vez, para empezar una investigación que nunca podrá acabarse.” (Todorov, 2008: 13).
Este autor delinea tres ejes para situar la problemática de la alteridad: en primer lugar, un plano axiológico (ligado al juicio de valor, al “amar”, dirá Todorov) según el cual el otro será “bueno o malo”, “igual o inferior”.
El segundo plano es el praxeológico (acción de acercamiento o alejamiento en relación con el otro, plano del “conquistar” para el autor), según el cual se jugará la sumisión al otro (me identifico, adopto sus valores), la sumisión del otro (asimilo al otro a mí, le impongo mi imagen)  o la neutralidad (indiferencia). 
Finalmente, el plano epistémico (conozco o ignoro la identidad del otro, es el “conocer”), que admite una gradación infinita, señala Todorov.
En las producciones textuales de los viajeros europeos decimonónicos, que ocupó un lugar central en la cultura escrita de ese siglo,  se nos presenta una historia narrada. En esa narración se despliega más o menos explícitamente un relato de cómo el viajero se escribe a sí mismo (la construcción discursiva de su “yo”)[2], a la vez que, fundamentalmente, lo anterior conlleva una narrativa sobre la alteridad, es decir, un delineamiento -más o menos preciso, más o menos difuso- de las figuras del “otro”. Estamos así frente a un juego de construcción discursiva de las identidades narrativas, juego entendido como la narración que un sujeto hace de sí mismo y hace del otro.
Este juego es, por supuesto -y siguiendo en la línea de análisis que para la cuestión de la alteridad propone Todorov, y que hacemos nuestra- un juego semiótico, de allí el epígrafe que inaugura este trabajo (véase: Todorov, 2008: 194).
Al hablar de figuras del “otro”, lo hacemos como el resultado del proceso de la construcción discursiva del (sobre el) otro. Como señala Roland Barthes, dis-cursus es originalmente, “la acción de correr aquí y allá, son idas y venidas, ‘andanzas’, ‘intrigas’” (Barthes, 1993: 13), que este autor asigna al enamorado pero que nosotros adjudicaremos al viajero: similarmente a aquél, el viajero tampoco cesa de “emprender nuevas andanzas”, de verse envuelto en las “intrigas” que su itinerario le depara, de sortear peripecias –“catástrofes”- de las más variadas índoles, ni de crear figuras -que habitan el discurso amoroso, y que, decimos aquí, habitan los “discursos de (en) viaje”.
Es así que Barthes llama figuras a ciertos “retazos de discurso” y aclara que esta palabra debe entenderse “[…] más bien en sentido gimnástico o coreográfico; en suma, en el sentido griego: σχήμα no es el ‘esquema’; es, de una manera mucho más viva, el gesto del cuerpo sorprendido en acción, y no contemplado en reposo […]” (Barthes, 1993: 13).
Si en Fragmentos de un discurso amoroso la figura es “el enamorado haciendo su trabajo” (Barthes, 1993: 13), para nosotros (concientes de nuestra “traición” al texto barthesiano), será ese “otro” puesto en discurso, narrado, por los viajeros: las figuras de la alteridad, que hablarán a la vez de ese “otro” y del viajero mismo, ya que sin este vínculo no podría entenderse ni a uno ni al otro (Todorov, 1984, 2003 y 2008). Un “otro” capturado en su discurso –aquél, el otro, capturado en el discurso de éste, el viajero-, cuyas figuras se recortarán, al decir de Barthes, “como puedan reconocerse, en el discurso que fluye, algo que ha sido leído, escuchado, experimentado” (Barthes, 1993: 13) y, agregaremos nosotros, luego narrado, escrito, por el viajero[3]. La figura aparece “circunscrita (como un signo) y es memorable (como una imagen o un cuento)” (Barthes, 1993: 13).
Entendemos que las  figuras, lejos de remitir a una completud[4], a una imagen acabada y estática (de allí la recuperación que hacemos del modo en que Barthes toma este término desde la tradición griega), dan cuenta de esos “retazos de discursos” (sobre el “otro”, en nuestro caso), de ciertas capturas de un “otro” siempre en movimiento, un “otro” sólo capturado –momentáneamente- en la violencia[5] que los discursos de los viajeros ejercen sobre él al tratar de contornear en sus narrativas “lo que es posible inmovilizar en el cuerpo tenso” (Barthes, 1993: 13).
Al hablar de figuras del “otro”, en el sentido antes expuesto, entendemos que los discursos sobre la alteridad (que nos permiten delinear, contornear precariamente ciertas figuras del “otro” en la narrativa de nuestros viajeros), reposan sobre un supuesto más general (el de la historiografía –el de la relación entre historia y escritura-), y que de Certeau define como una paradoja y un oxímoron: la (im)posibilidad “[…] de la relación de dos términos antinómicos: lo real y el discurso …” (de Certeau, 2006: 13), señalando a la vez que este es un problema político, y, apuntaremos nosotros, por lo tanto histórico, contingente (no necesario), esto es, discursivo.
Es decir, puede advertirse en la escritura de nuestros viajeros una pretensión de adecuación de sus discursos a lo real, no sólo ya en lo referente al mundo que describen (construcción discursiva de una espacialidad) sino que ahora se traslada a esos otros “descriptos”, narrados, esto es, la construcción discursiva de la alteridad:
“La inteligibilidad [como estructura propia de la cultura occidental moderna] se establece en relación al ‘otro’ (…) … el cuerpo se convierte en un cuadro legible, y por lo tanto traducible en algo que puede escribirse en un espacio de lenguaje. Gracias al despliegue del cuerpo ante la mirada, lo que se ve y lo que se sabe pueden superponerse o cambiarse (traducirse). El cuerpo es una clave que espera se descrifrada.” (de Certeau, 2006: 17). 
Es por eso que entendemos que debemos avanzar en el análisis de las figuras del “otro” sin perder de vista, pues, que trabajaremos sobre configuraciones discursivas, sobre figuras del “otro” que más que re-presentarlo, es decir, antes que describirlo especularmente, más o menos distorsionada o fielmente, lo construirán discursivamente en el propio acto enunciativo-narrativo.
Serán entonces, al decir de Michel de Certeau (de Certeau, 2006) de estas “heterologías” (discursos sobre el otro), que se materializarán como prácticas simbólicas, significativas, en un gesto a la vez de mito y rito escriturario, de lo que nos ocuparemos en adelante.
Ahora bien, al considerar a estas figuras del “otro”, como el resultado del proceso de la construcción discursiva del (sobre el) “otro”, lo hacemos entendiendo que aquéllas funcionarían como “la resultante de cierto número de ‘efectos descriptivos’ diseminados en el enunciado” (Hamon, 1991: 117), más precisamente, descripción de aspectos físicos, morales, psicológicos, espirituales, donde, decíamos, se pone en juego el vínculo constitutivo (y constituyente) entre quien describe (el viajero) y quien es descripto (el “otro”).
En ese sentido, la voz de Bajtin nos llega explícitamente en el intertexto de Todorov:
“Los actos más importantes, constituyentes de la propia conciencia, están determinados por su relación con otra conciencia [...] Preciso encontrarme en el otro para encontrarme a mí mismo” (Todorov, 1984: 96)[6].
Dadas la complejidad de la cuestión, que amerita un tratamiento extenso, y las constricciones de la extensión estipulada, focalizaremos en la construcción discursiva de la figura del “otro aborigen” en la narrativa del comerciante inglés John Augustus B. Beaumont (Beaumont, 1957)[7]. La fuente que configura el corpus para este análisis presenta particular detención en ese aspecto, que a continuación abordaremos.

II) John Augustus B. Beaumont en la serie de los viajeros ingleses: otium post negotium[8]

La presencia de viajeros ingleses en nuestra provincia durante el siglo XIX puede rastrearse ya en los albores del mismo, especialmente a partir de la llamada “Revolución de Mayo”[9].
Tal presencia, y los recorridos realizados, generaron una prolífica producción, circulación y consumo de los llamados, en la tradición anglosajona, “travel accounts”, que materializados en el objeto comunicacional “libro”, en tanto artefacto cultural específico (“libro de viajes sobre el Río de la Plata”), tuvieron su apogeo entre 1800 y 1850, alcanzando entre 1815 y 1830 su pico de edición máximo. Se erigieron así como un insumo de lectura masiva (Cicerchia, 2005) que durante el siglo XIX, según varios estudiosos coinciden, fue el más popular en Gran Bretaña luego de las novelas[10], debido a la ampliación del campo de lectura británico (Cicerchia, 2005), a partir de ciertas condiciones de producción que operaron de manera simultánea: el desarrollo de la industria editorial y la institucionalización de la crítica, la consolidación de lo que podríamos denominar, en el sentido foucaultiano, cierto funcionamiento autoral (Foucault, 1985) específico, al hilo de la legitimación de los derechos de autor y, por supuesto, del acrecentamiento de la comunidad de lectores -ligada fundamentalmente a los procesos de alfabetización de los sectores populares-.
La lectura de estos textos funcionaba claramente como “una práctica cultural que comunica el universo de los autores –y sus lectores- con la realidad argentina.” (Cicerchia, 2005: 124).
Más allá de la paradigmática presencia de Charles Darwin en 1833, se torna relevante tomar en cuenta a otros viajeros ingleses que en los años siguientes a la independencia visitaron nuestras geografías, con propósitos variados. Entre estos viajeros ingleses podemos ubicar a: John Parish Robertson (1810-11) y su hermano William Parish Robertson (que se le unió en 1813)[11]; Woodbine Parish (1824); John  Augustus B. Beaumont (1826); Charles Darwin (1833);  William Mac Cann (1846-47) y Thomas Woodbine Hinchliff (1861)[12].
Ahora bien, no obstante el componente connacional, podríamos ubicar al businessman John A. B. Beaumont (personaje paradigmático del viajero negociante, sobre quien nos detendremos) en una serie diferencial, específica, constituida por aquellos que llegaron al Río de la Plata con objetivos e intereses específicamente relacionados con la finalidad de hacer un reconocimiento de las condiciones socio-políticas para determinar así la viabilidad de establecer relaciones comerciales y negocios entre el Reino Unido de Gran Bretaña y las recientemente independizadas Provincias Unidas del Río de la Plata.
Podríamos, entonces, organizar una serie, que cabría definir como regulada por el negotium, a partir de los intereses fundamentalmente comerciales de sus viajes, con los siguientes personajes: los hermanos John Parish Robertson y William Parish Robertson,  John  A. B. Beaumont y William Mac Cann.
Nos centraremos para nuestro análisis, como hemos anticipado, en la figura de John A. B. Beaumont, ya que entre los viajeros ingleses que conforman la primera serie por nosotros organizada, es quien más extensamente focaliza su narrativa a la vez en las figuras del “otro” (especialmente, en la del “otro aborigen”), en sus desplazamientos por Entre Ríos, cuestión esta última que se liga a sus vinculaciones familiares con nuestra provincia: era hijo del filántropo John Thomas Barber Beaumont, conocido como “Barber Beaumont” (1774-1841) quien, relacionado a Bernardino Rivadavia, trajo los primeros colonos ingleses que llegaron en 1825 a las provincias de Buenos Aires y Entre Ríos, y que se establecieron en San Pedro, Belgrano, Santa Catalina, Chorroarín y Calera de Barquín.
Analizaremos, entonces, la figuras del “otro aborigen” que a aparecen en su obra: Viaje por Buenos Aires, Entre Ríos y la Banda Oriental (1826-1827)[13], para lo cual, primeramente nos resulta indispensable describir la fuente y reponer sus condiciones de producción. 

II.a) Beaumont y sus Viajes por Buenos Aires, Entre Ríos y la Banda Oriental (1826-1827)

El texto de Beaumont se publica en un momento fundamental del desarrollo de la economía capitalista, sin haberse llegado aún al primer tercio del siglo XIX (1828), en Londres, ciudad que en esos momentos se erigía como el centro financiero más importante del globo.
Las recientes independencias de los países hoy llamados latinoamericanos habían abierto un amplio mercado para Gran Bretaña, cuestión que implicó, básicamente, una gran flujo de inversiones de capital británico, ya fuera bajo la forma de empréstitos a sus gobiernos (con intereses exorbitantes)[14] o de la conformación de sociedades, principalmente anónimas, con fines comerciales e industriales (instaladas sin ningún tipo de estudio previo sobre la actividad que encararan).
El panorama en estas latitudes se caracterizaba o bien aún por el escenario de las guerras por la independencia, o si se había salido ya de ellas, por luchas civiles (que muchos identificaban como propias de un “período de anarquía”). De hecho, Beaumont refiere a que las provincias “… han sido llevadas a un verdadero estado de anarquía y miseria.” (Beaumont, 1957: 270).
En suma, y más allá de la discusión histórico-política que podría abrirse al respecto, aún no se avizoraba en nuestras tierras a inicios del XIX lo que a partir de la década de 1850 constituiría, según Bonaudo, un “verdadero proceso de ingeniería social” (Bonaudo, 1999: 13), que tendría tres grandes objetivos por conquistar: sentar las bases de un orden burgués, construir un sistema de representación política unificado, y organizar el Estado. Sería este último quien estaría a cargo de instalar nuevas pautas de regulación social que permitirían ofrecer “basamento normativo a las relaciones de los individuos entre sí”, y sería recién hacia fines de la década de 1850 que “[…] la codificación avanzó reglamentando aspectos de la vida civil y de las actividades económicas.” (Bonaudo, 1999: 24)[15].
Integrante de un emprendimiento económico que tuvo por objetivo a la vez generar negocios e impulsar la inmigración europea al Río de la Plata, Beaumont encarnaba la misión de continuar con la empresa iniciada por su padre. Éste, según su hijo, se había visto atraído por la promoción que de las bondades de las regiones del Plata se venía realizado en el viejo continente (Beaumont, 1957: 142).
Beaumont padre había enviado el primer grupo de colonos, embarcado desde Glasgow, en febrero de 1825, al que siguió poco después otra partida desde Liverpool y una tercera desde Londres. En conjunto, sumaban unas doscientas cincuenta familias, que ascenderían a unos seiscientos veinte colonos emigrantes enviados por su empresa[16]
Es con el indiscutible fin de inspeccionar las condiciones existentes para proseguir con el programa comercial familiar, iniciado a través de la conformación de la Rio de la Plata Agricultural Association (Sociedad Agrícola del Río de la Plata)[17], que se articulaba con las políticas rivadavianas de incentivar la llegada de capitales y colonos pobladores, que su hijo llega a nuestro país en 1826, tras recalar en Montevideo.
Esta lógica del negotium atravesará todo el relato de su viaje y determinará los criterios de inclusión/exclusión en su discurso (lo que se tematiza y lo que se omite) y qué caracterización realizará no sólo del territorio recorrido sino principalmente de los otros con los que se encuentra (la construcción que hará de ellos)[18] y cómo polémicamente se posicionará discursivamente frente a eso: 
“Viaja, discute, protesta, sigue viajando y protestando, anota todo lo malo que ve, mucho de lo bueno, y se olvida de otras cosas que, de momento, le parece mejor no mencionar.” (Bagú, 1957: 12).
La llegada a esta “comarca remota” confronta al “arisco y combativo”[19] comerciante inglés con un escenario plagado de “inconvenientes” originados en “causas políticas y de orden moral” locales que justificarán y motivarán la publicación de la obra, tal como se evidencia en el Prefacio  (Beaumont, 1957: 29).
La publicación de la obra de Beaumont, entendemos, busca claramente los efectos perlocutivos[20] de efectivamente poner en aviso, esto es, que los comerciantes e inversores ingleses se den por advertidos sobre los riesgos de establecer negocios con las Provincias Unidas del Río de la Plata:
“El asunto [la descripción del país y de sus habitantes], por desdicha,  es escabroso y desagradable; pero a los europeos ha de interesarles esencialmente porque las invitaciones y promesas del gobierno a los capitalistas de aquí, y a los emigrantes, han sido en extremo halagüeñas. Sin embargo […] quienes confíen en ellas y obren según ellas, quedan expuestos a sufrir una cruel desilusión[21]”. (Beaumont, 1957: 130).
Al comenzar a producirse los primeros fracasos en los negocios entre Gran Bretaña y las Provincias Unidas del Río de la Plata[22], no tardaron en aparecer en el mercado editorial londinense textos (libros y artículos periodísticos), “[…] de tono peyorativo y pesimista, concebido como advertencia a los inversores incautos.” (Bagú, 1957: 9). Es entre estos últimos donde se ubica la obra de Beaumont.
Se posiciona como un observador (atestigua lo que narra, ya que “el autor ha visto el país y los actos de su gobierno con sus propios ojos”) y como un enunciador[23] veraz y confiable (cualidades que están garantizadas por su propia implicancia comercial con el país), portavoz de las reales condiciones y posibilidades que estas tierras brindaban a los potenciales inversores y colonos, así como de los peligros, obstáculos y perjuicios (de los que había sido objeto su propia empresa familiar en nuestras tierras: “[el autor] ha pagado a buen precio su experiencia”).
Experiencia, ejemplaridad y advertencia se implican y entrelazan en su trama discursiva: erige su propia experiencia en cuestión de negocios en nuestras tierras en ejemplar para advertir sobre los infortunios -por los que él ya pasó- a sus compatriotas. Y esta ejemplaridad se sostiene y fundamenta, justamente, en su propia experiencia (“El autor de estas páginas y algunos de sus amigos han sido víctimas de esta clase de exposiciones parciales”). Advierte así sobre el peligro de atender sólo a “las ventajas naturales y buenas condiciones que el país pueda poseer”, sin atender también, y fundamentalmente a “los obstáculos de carácter local, cualquiera sea su naturaleza”. 


II.b) La figura del “otro aborigen” en los Viajes… de John A. B. Beaumont. Negotium y etnocentrismo en un racialista sui generis

Veamos ahora, pues, cómo Beaumont construye la figura de los aborígenes[24]. Parte para esto de una visión estereotipada[25] de los mismos:
“[…] el estereotipo aparece ante todo como un instrumento de categorización que permite distinguir cómodamente un ‘nosotros’ de un ‘ellos’. En este proceso, el grupo adquiere una fisonomía específica que lo diferencia de los demás. Esta uniformidad se obtiene enfatizando, e incluso exagerando, las similitudes entre los miembros del mismo grupo. Las variantes individuales son minimizadas en un proceso que va hasta la negación o la incapacidad de percibirlas.” (Amossy y Herschberg Pierrot, 2001: 49).
La estereotipia desde la cual Beaumont construye la figura de los aborígenes alcanza tanto a sus rasgos físicos como a sus atributos morales[26]. En relación a los aspectos físicos, describe a los aborígenes “como raza autónoma” (Beaumont, 1957: 81) y los caracteriza de la siguiente manera:
“Los aborígenes de esta parte de Sud América poseen los rasgos distintivos comunes a todos los indios de Sud América[27], en el norte y en el sur: la piel cobriza, el pelo de la barba escaso, los cabellos negros; las piernas cortas en proporción con la cabeza y el cuerpo grande; ojos muy separados y pequeños; pómulos salientes, nariz algo chata; el rostro indiferente.” (Beaumont, 1957: 81).
En la descripción física presentada, la generalización producida por la estereotipia apunta a la extensión, en tanto “atribución de los mismos rasgos a todos los seres u objetos designables por una misma palabra” y a la comprensión, “con la simplificación extrema de los rasgos expresables mediante palabras” (Maisonneuve, 1998: 141, citado por: Amossy y Herschberg Pierrot, 2001: 55). Beaumont incluye a los aborígenes de nuestras tierras como representantes del “tipo ideal” que construye del “indio sudamericano”; es incapaz de percibir las diferencias entre los Chibchas, Diaguitas, Matacos,  Pampas, Huiliches, Onas y Tehuelches, por mencionar sólo algunos grupos[28].
Semejante descripción se condice con lo que Todorov define como un comportamiento racista, apoyado en un racialismo. Este autor explica que el racismo designa al comportamiento, mientras que racialismo se reserva para las doctrinas que lo justifican y que se pueden presentar “como un conjunto coherente de proposiciones” (Todorov, 2003: 116). A continuación analizaremos cómo estas proposiciones del racialismo operan en la construcción discursiva que Beaumont realiza de la figura del “otro aborigen”.
La primera proposición, que aparece claramente en el modo en que Beaumont construye discursivamente la figura de los aborígenes, consiste en la afirmación de la real existencia de las razas:
“[…] agrupamientos humanos cuyos miembros poseen características físicas comunes; o más bien […] la pertinencia y la importancia del concepto de raza. Aquí, a las razas se las asimila a las especies animales…”(Todorov, 2003: 116).
Basta para sostener la “existencia de razas”, la consideración de las propiedades inmediatamente visibles: el color de la piel, el sistema piloso, la configuración de la cara, la longitud de las extremidades.
Son estas “propiedades inmediatamente visibles” las que le permiten a Beaumont detectar a los descendientes de los indios que han dejado sus poblaciones de origen y se han dispersado por el territorio: “continúan viviendo […] con todos los rasgos físicos distintivos de su raza…” (Beaumont, 1957: 81).
Como dijéramos anteriormente, al asimilarse las razas a las especies animales, señala Todorov que el racialismo supone que entre dos razas habría “la misma distancia que entre el caballo y el asno: no la suficiente para impedir la fecundación mutua, pero sí la que hace falta para establecer una frontera que salta a la vista de todo el mundo […] se identifica al mestizo precisamente porque en él se pueden reconocer los representantes típicos de cada raza.” (Todorov, 2003: 117). Beaumont no duda sobre esta posibilidad de fecundación mutua. De hecho, los mulatos, dice claramente, “proceden de la mezcla de negros e indios, o de negros y criollos” (Beaumont, 1957: 92). Y los criollos, en uno de los sentidos que el viajero otorga a esta designación, son “los descendientes de indios y negros, pero cruzados con blancos.” (Beaumont, 1957: 89).
La segunda implicancia aparece menos explícita en el texto de Beaumont, a pesar de que, como veremos, de todas formas sostiene, implícitamente, la posibilidad de la identificación de rasgos típicos y particulares de las razas que se han “mezclado”:
“Muchos de los aborígenes, por haber convivido con los descendientes de españoles o criollos, han procreado con ellos –como es de suponer- y en dos o tres generaciones los rasgos distintivos como la sensibilidad de cada raza se han mezclado tanto unos con otros que tienden a desaparecer.” (Beaumont, 1957: 83).
Nótese el funcionamiento del razonamiento de Beaumont, apoyado en este principio de existencia de las razas: que esos rasgos distintivos de cada raza tiendan a desaparecer en dos o tres generaciones con el mestizaje, es posible porque antes de que eso ocurra (con esa especie de “depuración” racial que sugiere) efectivamente se pueden reconocer y diferenciar los rasgos típicos de cada raza.
Una segunda proposición de las doctrinas racialistas es la que postula la continuidad entre lo físico y lo moral, esto es, “la correspondencia entre características físicas y morales […] desde el momento en que hay variación racial, hay también cambio de cultura.” (Todorov, 2003: 117). Las características físicas con las que Beaumont reviste la figura del aborigen determinarán las morales, haciendo de esos dos aspectos las causas y efectos de una sola y misma serie:
“[…] los aborígenes demuestran en verdad no estar naturalmente[29] dotados de vivacidad ni han dado prueba de poseer inteligencia vigorosa […]” (Beaumont, 1957: 82).
El razonamiento anterior implica, tal como concluye Todorov, “que se acepte que hay una transmisión hereditaria de lo mental y es imposible modificarlo mediante la educación” (Todorov, 2003: 117): 
“Entre los indios salvajes […] vimos varios rasgos particulares de la raza sin mezcla europea; sus hábitos han experimentado, sin embargo, cierta alteración por el contacto con pobladores europeos que no los ha mejorado en nada[30], particularmente en punto a la costumbre de beber licores fuertes.” (Beaumont, 1957: 83).
No sólo es imposible una modificación “positiva” mediante la educación (el contacto con los europeos no los ha mejorado en nada), sino que sufren “cierta alteración” que es, obviamente, negativa: “la costumbre de beber licores fuertes”. Beaumont acerca aquí la figura de los aborígenes a la “imagen del buen salvaje”, en su interpretación más llana: un buen salvaje corrompido por la civilización; o para ser más precisos, un buen salvaje en el que puede leerse “su contrapartida obligada, la crítica de nuestra propia sociedad […]” (Todorov, 2003: 312). Tácitamente nuestro viajero critica la costumbre de los pobladores europeos de beber licores fuertes.
Ahora bien, este punto se torna contradictorio al avanzar en la lectura. A cinco páginas de la referencia anterior (“el contacto con pobladores europeos que no los ha mejorado en nada”), Beaumont escribe sobre los aborígenes:
“Estos nativos han dado pruebas evidentes de su docilidad y de su aptitud para convertirse en excelentes artesanos o en soldados fieles. La disposición en que se hallan para cambiar su vida errante por la comodidad de un hogar estable, se prueba con la facilidad con que los primeros conquistadores, luego los jesuitas y después los gobernantes españoles pudieron inducirlos a adoptar un domicilio fijo.” (Beaumont, 1957: 88).
            Sin dudas, tal construcción sobre este aspecto de la figura de los aborígenes, en las antípodas de la anterior, desconcierta. Confrontados con esto, entendemos que lo que aparece como semejante contradicción, puede entenderse al hilo de una distinción que, singularmente, Beaumont realiza en torno a la figura de los aborígenes, y es uno de los indicadores que nos conduce a considerarlo un racialista sui generis[31].
Nos referimos a que desdobla la figura de los aborígenes en dos categorías: indios civilizados e indios salvajes (Beaumont, 1957: 81-83). Los primeros son los que quedaron bajo el dominio español; los segundos, los que se mantuvieron apartados de la sumisión de los españoles, aunque puedan haber tenido contacto con los europeos. La pertenencia a la civilización o al salvajismo se otorga por la sumisión o no a los conquistadores, a los jesuitas y a los gobernantes españoles.
            A la luz de este desdoblamiento de la figura de los aborígenes es que puede interpretarse, entonces, que no casualmente, son los indios civilizados (los dominados por los conquistadores) a quienes, según Beaumont, los españoles “pudieron inducirlos” a ciertos cambios de hábitos (al sedentarismo, por ejemplo). En cambio, son los salvajes (que se sustrajeron a la sumisión a los españoles) a quienes “el contacto con pobladores europeos que no los ha mejorado en nada”.
El principio determinista de la acción del grupo racial, cultural o étnico sobre el individuo se constituye en la tercera proposición racialista, la cual  -según Todorov aclara- no siempre se hace explícita (Todorov, 2003: 118). No obstante, podemos inferir este principio funcionando en el texto de Beaumont, cuando éste señala que en “estado salvaje”, los aborígenes demuestran “hábitos que son los de los pueblos errantes, pastores y cazadores” (Beaumont, 1957: 82), esto es, hábitos que serían producto del comportamiento determinado por su pertenencia al grupo racial.
Igual razonamiento puede leerse en el modo en que construye la figura de las mujeres aborígenes de las tribus de los Mbayás[32], a quienes les atribuye, por efecto de la acción del grupo racial, “la horrible práctica de destruir la prole antes de nacer o después” (Beaumont, 1957: 87), para intentar limitar a uno solamente el número de los hijos. Y explica que:
“La razón que daban las mujeres para justificar esta costumbre […] era: que los partos deforman el cuerpo y que es muy molesto andar con los niños a cuestas en las largas y apresuradas excursiones […] Para tales propósitos más de la mitad de sus hijos han sido privados de la vida. Muchos españoles humanitarios han tratado de apartarlos de estas prácticas antinaturales, pero sin resultado alguno[33] […]” (Beaumont, 1957: 87).
Nótese como, asimismo, el último enunciado de esta cita refuerza el presupuesto analizado anteriormente (basado en continuidad entre lo físico y lo moral, en la determinación de la transmisión hereditaria de lo moral por parte de lo físico), acerca de la imposibilidad de modificación mediante la educación[34].
Similar razonamiento aplica al caso de las mujeres de los Guanás, quienes “[…] matan a la mayoría de sus hijas mujeres para que las restantes puedan ser más requeridas y más felices.” (Beaumont, 1957: 87).
Y será la valoración que Beaumont realiza sobre los otros, la focalización de su discurso en plano axiológico, lo que nos permita ahora desplazarnos a la cuarta proposición, la de una jerarquía única de valores:
“El racialista no se contenta con afirmar que las razas son diferentes; cree también que son superiores o inferiores, unas a las otras […]” (Todorov 2003: 118), lo que le permite establecer una escala de valores, en general, etnocéntricamente, y lo ubica en la cima de tal jerarquía.
Efectivamente, Beaumont se ubica en la cima de esta jerarquía, como europeo –inglés-, blanco, y desde allí continuará el delineamiento de la figura de los aborígenes, ubicados en un sitio inferior. Tal concepción aparece puesta en discurso en pasajes que ya hemos citado, cuando afirma que los aborígenes demuestran no estar “naturalmente dotados de vivacidad” ni haber “dado prueba de poseer inteligencia vigorosa”, a diferencia del europeo, por supuesto, que es con quien “mide” al otro.
Así, puede verse que en el plano del espíritu (Todorov, 2003: 118), el juicio refiere a las cualidades intelectuales (unos están privados de vivacidad e inteligencia vigorosa, los otros las poseen). Pero también alcanza a los aspectos morales: Beaumont califica la conducta de las mujeres aborígenes Mbayás como “repugnante para los sentimientos comunes y naturales” (Beaumont, 1957: 87). Unos son civilizados, “humanitarios”; los otros “salvajes”, bestias. Beaumont construye, fiel a la serie de los travel accounts de los viajeros ingleses en la que se engarza su discurso, la figura del indio en torno a cierta oscuridad de su psicología, ferocidad de sus instintos y belicosidad, lo que narrativamente garantizará ciertos rasgos épicos, cuando no fantásticos de su relato, para proponer “las más logradas fantasías” (Cicerchia, 2005: 140).
Y en el nivel de las cualidades físicas, “el juicio toma fácilmente la forma de una apreciación estética: mi raza es bella, las otras son más o menos feas.” (Todorov, 2003: 118). Recuérdese que la figura del aborigen aparecía como desproporcionada:
“[…] las piernas cortas en proporción con la cabeza y el cuerpo grande; ojos muy separados y pequeños […]” (Beaumont, 1957: 81).
En su brevísima referencia a la figura del negro, esta jerarquización etnocéntrica, en el plano de los atributos físicos, se torna más flagrante: la contrapone a la del blanco, a quien refiere como “prójimo de pigmento favorecido[35].” (Beaumont, 1957: 264).
De manera similar, avanzará construyendo otras figuras de la alteridad, siempre mirándolas a través de este cristal etnocéntrico, que conlleva una descripción comparatista, en donde uno de los términos de la comparación ocupará un lugar jerárquico por sobre el otro, se tornará centro de su axiología y parámetro para la organización del cuadro evaluativo diseñado.
La actitud comparatista de Beaumont “contribuye al esclarecimiento de una cultura por medio de otra” (Todorov, 2008: 289): interpreta a los aborígenes, a los criollos, a los políticos locales, y construye así sus figuras, a través de la comparación con los ingleses.

III.) Algunos comentarios finales

Al confrontarnos con el discurso de John A. B. Beaumont, vemos que se posicionaba como un “observador”, referente para posibles inversores que requerían información respecto a los territorios del Plata y como un enunciador “veraz” de las posibilidades que estas tierras brindaban a los potenciales inversores y colonos. Determinamos que su discurso, regido por la lógica del negotium, se organizó en función de la distancia, de la diferencia entre el “otro” que se le presenta como exterior.
Su mirada profundamente etnocéntrica se torna explicita cuando analizamos cómo Beaumont construye la figura de los “aborígenes”. Parte  de una visión estereotipada de los mismos, que se condice con un comportamiento racista, apoyado en un racialismo cuyas proposiciones pudimos ver operando nítidamente en la construcción discursiva que Beaumont realiza de las mismas. Beaumont se ubica en la cima de la jerarquía, como europeo –inglés-, blanco  y hombre, y desde allí realiza el delineamiento de la figura de los aborígenes, ubicados en un sitio inferior. Avanza construyendo su figura siempre mirándola a través de este cristal etnocéntrico, que conlleva una descripción comparatista, en donde uno de los términos de la comparación (el que ubica en el lugar de la cultura europea –y más precisamente, inglesa) ocupa un lugar jerárquico por sobre el otro, se torna centro de su axiología y parámetro para la organización del cuadro evaluativo diseñado.-

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[1] En este sentido, Ricardo Cicerchia señala que los “travel accounts” actualmente se inscriben en un debate académico e intelectual que, además de las reconsideraciones sobre el imperialismo y la ciencia, se vincula con la cuestión de la construcción de la alteridad (Véase: Cicerchia, 2005).
[2] En relación con el discurso autobiográfico, como campo privilegiado de construcción discursiva de un “yo” que se narra, puede consultarse: Miraux, 2005.
[3] No perdamos de vista que viaje, experiencia –la intensidad de las sensaciones- y escritura han estado, desde Stendhal, inextricablemente relacionados (Véase: Colombi, 2003). 
[4] Es como si estas figuras fueran el lugar (topos) que en la narrativa de los viajeros –en los discursos de (en) viaje- se da a la alteridad. Ahora bien, como señala Barthes, “…lo propio de una tópica es ser un poco vacía: una Tópica es, por estatuto, a medias codificada y a medias proyectiva (o proyectiva por codificada).” (Barthes, 1993: 14).
[5] Ya lo explicaba Friedrich Nietzsche más de un siglo atrás: el lenguaje es una fuerza y, por lo tanto, ejerce violencia sobre “lo real” al nombrarlo (Véase: Nietzsche, 1974).
[6] Citado en: Berry-Bravo, 2001: 179.
[7] Cabe mencionar que resultan de sumo interés para similar análisis los “discursos de (en) viaje” de otros viajeros europeos como: Charles Darwin, Alcide d’Orbigny, Hermann Burmeister o Paolo Mantegazza, por mencionar sólo algunos de los que estamos estudiando.
[8] El sintagma latino “Otium post negotium” puede expresarse en inglés como: “Bussines before pleasure” o “Work before play”, y podríamos hacerlo equivaler al proverbio castellano: “El deber antes que el placer” (o más literalmente, “El negocio antes que el ocio”). La lógica del negotium, como argumentaremos, será la que funcionará como rectora tanto del protocolo privilegiado de lectura como de escritura en este viajero.
[9] Cabe señalar aquí que en su estudio, ya canónico, sobre los viajeros ingleses, Adolfo Prieto realiza un delicado análisis de su impronta en la emergencia de la literatura argentina, para lo que aborda un corpus con textos de catorce viajeros, resultado de sus viajes entre 1820 y 1835 (Prieto, 2003). Tampoco podemos dejar de traer a consideración los clásicos trabajos de Trifilo (Trifilo, 1959 y 1959a). 
[10] En relación con este tema, véase el amplio arco, coincidente en este punto, marcado por: Kirkpatrick, 1916; Trifilo, 1959, y Cicerchia, 2005. 
[11] Los hermanos Robertson eran, más precisamente, escoceses.
[12] Los años indicados no referencian a la extensión temporal total de sus viajes por las provincias del Río de la Plata (o Sudamérica toda, según los casos), sino que corresponden particularmente al momento en que recorrieron tierras entrerrianas, según hemos podido reconstruir a partir de nuestro trabajo de archivo.
[13] Sabemos por el sociólogo e historiador argentino Sergio Bagú que esta obra fue publicada por primera vez en castellano, en nuestro país, en 1957 por Hachette, gracias a la traducción de José Luis Busaniche. Hasta entonces, se habían traducido solamente algunos fragmentos y pasajes. Nuestro trabajo en el Ibero-Amerikanisches Institut zu Berlin (IAI) nos permitió acceder a un ejemplar de la edición original, cuestión excepcional, ya que, según señala Busaniche: “[…] el libro de Beaumont es uno de aquellos que pueden considerarse inhallables en el momento actual.” (Busaniche, en: Beaumont, 1957: 26). Y en palabras de Bagú: “[…] agotada por completo desde hace mucho en Europa y América, había pasado a constituir una verdadera rareza bibliográfica.” (Bagú, 1957: 11).
[14] Recuérdese, con carácter “emblemático” en nuestra historia económica, el empréstito tomado en Londres por el gobierno argentino, de la Baring Brothers, en 1824.
[15] Será en 1858 que se establece el Código de Comercio; en 1869, el Civil y en 1871, el Penal.
[16] Tomamos el cálculo realizado por Bagú (véase: Bagú, 1957: 17).
[17] La Rio de la Plata Agricultural Association (Sociedad Anónima que estaba ya constituida, hasta donde pudimos reconstruir, en 1824, por la familia Beaumont, y que incorporaba como accionistas a los Sres. Sebastián Lezica y Félix Castro –Beaumont, 1957: 144-, comisionados del gobierno de Buenos Aires en cuestiones de inmigración) y a Hullet Brothers, agentes particulares de Londres.
[18] Veremos que entre las figuras del otro, en su texto incluirá: los aborígenes, los criollos, el gaucho, el peón, el esclavo (de los que se ocupa en el Capítulo III principalmente), y también una figura central en su entramado discursivo, al hilo de esta lógica del negotium, como venimos señalando: el otro constituido para Beaumont por el gobierno local, con quien establece a lo largo de todo el libro un diálogo polémico, que contorneará la figura que construirá del mismo: “… sobre el cual [el gobierno de Buenos Aires] hacemos en el capítulo quinto de este libro cumplida relación.” (Beaumont, 1957: 31). Agregamos que el gobierno local también es materia de relación en el Capítulo IX.
[19] Así es como lo caracteriza Sergio Bagú (Bagú, 1956: 12).
[20] La dimensión perlocutiva, o perlocucionaria, remite a: “ciertas consecuencias o efectos sobre los sentimientos, pensamientos o acciones del auditorio.” (Austin, 1982: 145).
[21] Las cursivas son nuestras.
[22] Fracasos de los que Beaumont da cuenta especialmente en los capítulos VII y IX de su libro, en especial relación con el naufragio comercial de la Rio de la Plata Agricultural Association (Beaumont, 1957).
[23] Nótese que en el Prefacio, Beaumont utiliza la tercera persona del singular (se refiere a sí mismo como “el autor”, al estilo de la época), pero a lo largo de su relato hay un desplazamiento, alternativamente, hacia la primera persona del singular, cuando apela a un registro enunciativo más experiencial (a su experiencia personal como hombre de negocios, claro; esto es, en relación con lo vivido en relación con los derroteros de la Rio de la Plata Agricultural Association) o hacia la primera personal del plural (un “nosotros, los ingleses” o “nosotros, los capitalistas –ingleses-”, según el caso, pero siempre funcionando como un nosotros excluyente –los que quedan excluidos de ese “nosotros” son los otros locales, obviamente).
[24] Beaumont los llama, indistintamente, aborígenes (las más de las veces) o indios. Excepcionalmente, nativos.
[25] Un estereotipo puede ser concebido como el conjunto de creencias que los miembros de un grupo comparten acerca de los atributos que caracterizan a los miembros de otro grupo (véase: Fiske, 1998). Un rasgo central de este fenómeno es que los atributos poseen una connotación evaluativa, esto es, algunos son percibidos como favorables y otros como desfavorables (véase: Oakes & Reynolds, 1997).
[26] Varios autores coinciden en que los estereotipos refieren a los atributos personales de un grupo social, y aunque sean más frecuentes en los rasgos de personalidad, no son los únicos, ya que también hay estereotipos físicos, étnicos, ocupacionales, sexuales (Miller, 1982 y Ashmore & Del Boca, 1981).
[27] La cursiva es nuestra.
[28] Esta cuestión se relaciona directamente con las controversias en el campo de la Antropología (Histórica) en torno a la tan discutida existencia de un homotipo amerindio. En relación con esta discusiones, que exceden este trabajo, véase: Lucena Salmoral, 1987 (especialmente la Primera Parte: “El poblamiento americano”). También: Bethell, 1990.
[29] La cursiva es nuestra.
[30] Las cursivas son nuestras.
[31] Decimos sui generis para diferenciación de un racialismo clásico. Todorov describe los cinco rasgos que constituyen la doctrina del racialismo, pero al mismo tiempo aclara que, si bien la ausencia de alguno de los rasgos daría lugar a otra doctrina emparentada con él (culturalismo, por ejemplo), “existen igualmente racialistas a los que no les interesa en absoluto [por ejemplo] una política que pudiera fundarse sobre sus doctrinas […] En resumen, es la conjunción de los cinco rasgos, lo que se debe tomar como el modelo clásico del racialismo. En cambio, otros elementos de la doctrina […] son optativos.” (Todorov, 2003: 119). 
[32] Cabe aclarar aquí que el conocimiento del comportamiento de las mujeres Mbayás llega a Beaumont a través de Félix de Azara. Si bien Beaumont no menciona la fuente, entendemos que el inglés debe haber accedido a la edición francesa de los viajes de Azara: Voyages dans l'Amérique Méridionale, publicada en 1809.
[33] Las cursivas son nuestras.
[34] Recuérdese, para Beaumont, en el caso de la figura de los indios salvajes.
[35] La cursiva es nuestra.






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